“Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios los creó; varón y mujer los creó” (Gn 1, 27).

La diferencia de la condición sexuada se ha convertido en uno de los temas más vigentes de la última época. Requiere de una claridad total, que nos permita comprender de qué manera podemos evitar problemas y conflictos en el discurso. Es un reto sumamente interesante que nos invita a poner las bases de una cosmovisión que acoja la coexistencia de la dualidad humana en relación a la trinidad divina, donde, desde el relato creacionista del Génesis, se deja claro en el mensaje que varón y mujer son de la misma naturaleza, llamados al coprotagonismo y la corresponsabilidad que, como ganancia de la cooperación mutua, es fuente de beneficio para todos.
Parece que cuando se habla de la acción creadora del Dios para con el Hombre, a su imagen y semejanza, es la misma actividad que desde la intimidad de las tres personas divinas, expresan de manera libre y visible su propia naturaleza, la de la comunión, pues en el hombre y la mujer, de origen, se haya una común unión, el mismo Dios que reafirma su acto “viendo que era muy bueno” (v. 31).
A estas alturas de la reflexión, será necesario asumir que la palabra Hombre adquiere una connotación en singular y plural, pues en primera instancia se refiere al acto en el que Dios crea al hombre y después habla de la misma creación en dos naturalezas varón y mujer. De tal manera, podemos encontrar un símil con la misma narrativa, pues Dios dice “Hagamos al hombre” y no “haré al hombre”. ¿Qué nos está diciendo el texto del Génesis? La Revelación misma nos deja ver que en el interior de la divinidad hay una diferencia que no altera la igualdad. Padre, Hijo y Espíritu Santo son personas diferentes que hacen un mismo Dios, tal cual varón y mujer son diferentes, pero al mismo tiempo de igual naturaleza naturaleza, la del Hombre, ser humano. En este caso, solo el reconocimiento de la diferencia posibilita el reconocimiento de la originalidad existente en la diversidad de la condición sexuada del ser humano.
El ser humano ha recibido una clara misión, esto incluye, de acuerdo a lo mencionado con anterioridad, al varón y a la mujer. Los dos herederos de la tierra, administradores de la misma, con la capacidad cocreativa y fecunda dada por Dios, para que, con la posibilidad de formar familia, trabajen en el cuidado del mundo bajo la profunda donación de sus vidas en el amor. Solo de la unidad de los dos brotará la fecundidad y la felicidad.
Esta misión común significa que cada uno aporta lo que le corresponde, en equidad. Es decir, pueden o no aportar lo mismo, cada uno con sus diferencias contribuye con lo que le ha sido dado. Toda la historia del ser humano sobre la tierra se ha desarrollado en la integración de estas dos naturalezas, de lo masculino y de lo femenino; en paternidad o maternidad que ofrecen a la familia particularidades distintas, siempre en modo de donación.
Con todo esto, las problemáticas que son parte de nuestra actualidad, originados más desde el lenguaje ideologizado, podrían tener uno camino claro hacia la solución, pues quizá lo único que nos toca es reconocer que somos deudores de una naturaleza que comparte semejanzas y se identifica en las diferencias. Otra cosa nos debe quedar clara, sin diferencias no habría identidad, no sería necesaria. En el caso de la mujer y el varón, las diferencias son claras y naturales, así como lo son las aportaciones que cada uno realiza de forma individual que complementa lo que hace el otro.
Como sociedad, pero sobre todo como seres dotados de inteligencia, capaces de comprender el misterio de nuestro origen, debemos reconocerlo para comenzar a trabajar en la misión que se nos ha dado, pues como lo menciona el Papa Juan Pablo II en la Mulieris Dignitatem: “sólo la igualdad, resultante de la dignidad, de ambos como personas, puede dar a la relación recíproca el carácter de una auténtica comunión personal”.
Concluir marzo, el mes en el cual se conmemoran los esfuerzos que muchas mujeres han hecho para que se les valore dignamente, me hace reflexionar sobre los esfuerzos que debemos hacer todos para que sin más ni más se establezca de una vez por todas; pero sobre todo me hace volverme más sensible ante la deuda que como varones podemos tener con ellas, nuestras semejantes, carne de la misma carne, creatura que comparte conmigo la imagen de Dios. Asimismo me hace ser agradecido, sobre todo, porque en su feminidad, me permite definir mi masculinidad, y estoy seguro, que mis diferencias personales ayudan a definir su feminidad. Esa parece ser la misión que tenemos, asumir que, en nuestras distinciones, conformamos una mis unidad, porque somos de una misma naturaleza, esa es la equidad Dios.






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